El diario, la fotografía, el collage, permiten las aproximaciones más certeras a una ciudad como Nueva York. El diario, escrito o en imágenes, pero hecho siempre sobre la marcha, atestigua el proceso mismo de la caminata asombrada, y cobra a veces la instaneidad de una rápida anotación, de una foto tomada de pronto, de una enumeración caótica y atolondrada. Caóticas y gozosamente atolondradas se acumulan las experiencias en los poemas neoyorquinos de Whitman: el verso se alarga en versículo para abarcar lo que a duras penas puede ser contenido en una forma más previsible. Un personaje real que tiene mucho de criatura fantástica, el bohemio Joe Gould sobre el que escribió un par de relatos magistrales Joseph Mitchell, decía haber emprendido la escritura de una ingente Historia oral de la humanidad que consistiría, sobre todo, en el registro de todas las conversaciones escuchadas al azar por el propio Joe Gould en cualquier sitio de la ciudad, en los autobuses o en el metro o en las tabernas baratas del Village a las que acudía a emborracharse, a ser posible gratis. La imaginación creativa consistiría no en inventar nada, sino en prestar atención a todo. Contar Nueva York tiene siempre algo de cortar y pegar: lo mismo conversaciones robadas que ráfagas de músicas, carteles medio desgarrados que letreros luminosos, titulares de periódicos y fragmentos de poemas. Al collage y al montaje cinematográfico acudió John Dos Passos para contar una novela de Nueva York en el que el protagonismo y la trama de los relatos tradicionales se disolvían en multitudes y en acciones simultáneas. El estilo no es escribir frases de tersa literatura sobre Nueva York: es dejar que el ruido de Nueva York llene la página. Casi simultáneamente hizo el mismo descubrimiento Stuart Davis, cuando volvió a su ciudad natal después de varios años estudiando en París y descubrió maravillado los nuevos dinamismos visuales de escalinatas y trenes elevados, de carteles publicitarios, de letreros luminosos y signos de anuncios que adquirían una pureza como de jeroglíficos.

El arte de Nueva York es el collage porque la ciudad misma es un collage de ciudades y de mundos; es un diario porque para retratar la ciudad es mucho más importante la disposición de sorpresa inmediata y de quiebro que el propósito organizado, y por lo tanto retrospectivo; es la fotografía porque la ciudad moderna y la cámara fotográfica evolucionaron simultáneamente, de modo que cuando la ciudad se hizo más rápida las cámaras se volvieron portátiles para seguir atrapándola en una nueva velocidad incesante.

Nueva York tiene una distinguida tradición de caminantes, de exploradores con cuadernos y cámaras, con ojos muy despiertos, con ilusión de novedad. El residente experimentado cree que ya lo ha visto todo y cada mañana, a los pocos minutos de salir a la calle, o ni siquiera eso, al asomarse a su ventana, ve un chispazo de la ciudad nueva, la ciudad que siendo siempre tan idéntica a sí misma está siempre cambiando. Señor Cifrián suena a personaje digno, solitario, observador y caminante, como Monsieur Teste o Monsieur de Charlus, pero son dos mujeres armadas de dos cámara y de una mirada doble y unánime, atenta a mirar la ciudad y a disparar al presente y al mismo tiempo a verlo todo de antemano con una añoranza de recuerdo que se va desvaneciendo. En su cuaderno de diario, en su lintera mágica, en su caja de sorpresas, está contenida Nueva York.

Antonio Muñoz Molina
(escritor y académico de número de la Real Academia Española)